El cielo nublado y la llovizna dejaron paso el martes, 17 de abril de 1945, a un tiempo más agradable, que permitió a los bombarderos Shturmovik atacar con mayor precisión las posiciones alemanas que quedaban sobre las cumbres de Seelow.
Los pueblos, las pequeñas aldeas y las granjas individuales diseminados desde el Oderbruch hasta la escarpadura seguían envueltos en llamas.
La artillería y la aviación soviéticas cerraban contra cualquier edificio por si acaso alojaba un puesto de mando, lo que traía consigo un olor fortísimo a carne chamuscada —humana, sobre todo en las aldeas, y de ganado en las granjas—.
El bombardeo de los caseríos y los posibles depósitos y cuarteles generales se tradujo en una terrible matanza de animales incapaces de escapar para evitar ser quemados vivos.
Tras las confusas líneas alemanas, los hospitales de campaña se hallaban a rebosar de heridos, de manera que los médicos no daban abasto para atenderlos a todos. Una herida en el estómago podía resultar tan agradable como una sentencia de muerte a suertes, ya que requería una intervención quirúrgica demasiado larga.
A los que más urgía el tratamiento era a aquellos que estaban en condiciones de seguir luchando.
De hecho, se destinó a una serie de oficiales para que recorriesen las instalaciones sanitarias a fin de reincorporar a los heridos capaces de disparar una arma.
La Feldgendarmerie improvisaba controles policiales con objeto de capturar a los rezagados, tanto a los sanos como a los que tuvieran lesiones leves, pues se les podía obligar a regresar al combate en compañías improvisadas.
En cuanto se lograba reunir un grupo más o menos nutrido, los enviaban a las primeras líneas. Además de “perros de traílla”, los soldados también llamaban a los miembros de la Feldgendarmerie Heldenklauen, o “garras épicas”, porque si bien no luchaban, hacían lo posible por agarrar a todo el que se retiraba.
Su celo brutal los llevaba a apresar a menudo a hombres que intentaban de verdad volver a incorporarse a sus batallones y que, en consecuencia, acababan formando parte de una misma unidad junto con rezagados y miembros de las Juventudes Hitlerianas que no contaban más de quince o dieciséis años y de los cuales algunos vestían aún pantalones cortos.
Para los soldados aún impúberes, se habían fabricado cascos de menor tamaño, aunque no en cantidades suficientes. Sus rostros tensos y pálidos apenas podían verse bajo los cascos que les caían muy por debajo de las orejas.
Un grupo de zapadores del tercer ejército de choque soviético que tenía la misión de
despejar un campo de minas se vio sorprendido por una docena de alemanes surgidos de una trinchera con la intención de rendirse.
De pronto, apareció un muchacho que se hallaba oculto en un búnker. “Llevaba puestas una larga gabardina y una gorra —recordaba el capitán Suljanishvili—.
Hizo una ráfaga de disparos con su metralleta, pero al ver que yo no caía, dejó caer el arma y rompió a sollozar, haciendo lo posible por gritar: Hitler kaputt, Stalin gut!.
Yo me eché a reír y le di un solo golpe en la cara. Pobres niños: me daban tanta pena...”.
Los más peligrosos de las Juventudes Hitlerianas eran a menudo los que habían visto sus hogares y a sus familias destrozados en el este a manos del Ejército Rojo.
Para ellos, la única vía posible parecía ser la de morir en la batalla después de haberse llevado consigo al mayor número posible de bolcheviques a los que tanto odio profesaban.
miércoles, 2 de julio de 2008
“Aquí tenéis a la dichosa Alemania”.
Casi todos los soldados soviéticos tienen bien grabado en la memoria el momento en que
cruzaron lo que había sido la frontera alemana antes de 1939.
“Salimos en formación de un bosque—recuerda el teniente superior Klochkov, que a la sazón se hallaba en el tercer ejército de choque—, y vimos una placa clavada a un poste que rezaba: “Aquí tenéis a la dichosa Alemania”.
Según entramos en el territorio del Reich de Hitler, los soldados comenzaron a mirar a todos lados con curiosidad.
Las aldeas alemanas eran, en muchos sentidos, diferentes de las polacas.
La mayoría
de las casas estaba construida de ladrillo y piedra, y en sus jardincillos crecían árboles frutales podados con gran esmero. Las carreteras eran buenas”.
Klochkov, como la mayor parte de sus compatriotas, no se hacía una idea de por qué los alemanes, “que no eran precisamente gente irreflexiva”, habían arriesgado tantas vidas prósperas y tranquilas para invadir la Unión Soviética.
Más adelante, en la misma carretera que llevaba a la capital del Reich, Vasily Grossman acompañaba a parte del 8º ejército de guardias, enviado desde Poznan con el fin de que marchase en primer lugar.
El departamento político había colocado pancartas al lado del camino en las que podía
leerse: “¡Temblad, fascistas alemanes! ¡Ha llegado el día del juicio!”.
El escritor se hallaba entre ellos cuando saquearon la ciudad de Schwerin y anotó con lápiz en una libretita todo lo que vio:
“No hay nada que no sea pasto de las llamas... Una anciana salta desde la ventana de un edificio devorado por el fuego... Los soldados saquean cuanto pueden... La noche está iluminada porque todo está ardiendo... En el despacho del comandante [de la ciudad], una mujer vestida de negro y con los labios muertos habla en un tono débil, casi en un susurro.
Con ella hay una niña que tiene cardenales en el cuello y la cara, un ojo hinchado y terribles magulladuras en las manos.
La ha violado un soldado de la compañía de señales del cuartel general, también presente; un hombre de rostro rechoncho y rubicundo y aspecto somnoliento. El comandante los está interrogando a todos”.
Grossman pudo ver asimismo “el horror que asomaba a los ojos de mujeres y niñas... Las mujeres alemanas están viviendo experiencias terribles. Un hombre culto relata con gestos expresivos y balbuciendo palabras en ruso que su esposa había sido violada por diez hombres ese día...
Las muchachas soviéticas liberadas de los campos de concentración también están sufriendo sobremanera. Anoche algunas se escondieron en la sala habilitada para los corresponsales. A mitad de la noche nos despiertan unos gritos: uno de los corresponsales no ha podido contenerse. Después de una animada discusión, se restablece el orden”.
El novelista anotó entonces lo que había oído acerca de una joven madre a la que no paraban de violar en el cobertizo de una granja.
Sus familiares acudieron para rogar a los soldados que la dejasen descansar a fin de que pudiera amamantar a su hijo, que no dejaba de llorar.
Todo esto sucedía al lado de un cuartel general y ante los ojos de los oficiales que se suponían responsables de la disciplina.
Antony Beevor - B e r l í n . L a c a í d a 1 9 4 5
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